sábado, 6 de agosto de 2011

La casa nueva.


Tenía yo 17 años, aproximadamente, y vivíamos una familia de cinco en un departamento de interés social. Un día, mi abuelo llega con un documento oficial en la mano y, con voz muy solemne, le dice a mi madre: Ten. Tu herencia.
Era una casa muy grande en la que ya habían vivido ellos (mi mamá y su familia), hacía muchos años y que estaba abandonada. Mis hermanas y yo no conocíamos por dentro dicho lugar, pero sabíamos que era muy grande. Brincamos de felicidad, sobra decir. Mis padres, hermanas y yo, sin perder más tiempo, fuímos a conocer la casa. Era francamente enorme. Dos pisos, 6 habitaciones, dos salas, estudio, oficina, jardín, terraza… En fin. Las mujeres lloramos de emoción.
Mis hermanas y yo, raudas y veloces, fuimos a elegir las que serían nuestras respectivas habitaciones. Apenas podíamos contener la risa. Entramos a los cuartos y nos recibió un intenso olor a humedad, atmósfera pesada, polvo acumulado, mariposas negras y polilla en el piso. Del cuarto que mi hermana menor había elegido, salió un murciélago. Cosa de nada. Nos las arreglamos para sacar al animalito de ahí.
La casa realmente necesitaba trabajo intenso. No había luz, agua, se caían las puertas y no tenía cocina. Abandonada por 30 años, ya sabrán. Muy pronto, mi padre busca en el directorio a un contratista y le encarga la titánica tarea de dejar ese galerón habitable. Dicho contratista le pide un adelanto a mi padre, compra las cosas y se dirige a la casa a trabajar. Solo duró trabajando por 3 diás. No dió explicaciones y tampoco pidió que se le pagara. Simplemente, ya no quiso regresar.
Mi padre contrata ahora a un vecino del departamento donde vivíamos entonces, un pintor de casas y electricista. De nuevo, 3 días duró. Es tiempo de que aún no nos habla cuando nos ve por la calle. Pareciera que hubiera visto un muerto. Mi padre, ya harto, busca a un amigo cercano y le explica la situación. Pensaba que quizá el trabajo era muy difícil y se lo dijo. Juanito, el amigo de mi padre, le aseguró que fuera lo que fuera, él terminaría el encargo. Creo que habló demasiado pronto. Juanito tiene 56 años de edad y es un ferrocarrilero retirado que sostiene a su familia con trabajos que le proponen sus amigos. Muy recio.
Cada día, mi padre iba a checar cómo iban las obras de restauración en la casa y Juanito se veía tranquilo. Respiramos aliviados. Parecía que por fin habíamos encontrado a alguien hecho para tal trabajo. Pero al día tres, mi papá recibe una llamada de Juanito, donde le dice que urge su presencia en la casa. Mi padre, asustado, acude.
Ésto fue lo que Juanito le contó a mi papá…
-Mira, cabrón. Tú sabes que ya no pisteo y que ya no me meto cosas desde hace años, pero lo que pasa en ésta casa, no es de Dios…
Estaba cambiando todas las tapitas de los contactos eléctricos y dejé las tapas antiguas junto a la puerta de entrada.Las de ambos pisos.
Subí, por un momento, al segundo piso a buscar las tapitas nuevas y cuando bajé… -la piel de Juanito se erizó, tragó saliva.
-Todas las tapas antiguas estaban regadas por la casa, abajo del lugar de donde las quité. ¡Todas, cabrón!, le gritaba, asustadísimo.
Mi padre estaba indeciso entre creerle o no, pero dadas las circunstancias con los anteriores obreros, terminó por hacerlo. Le rogó a Juanito que terminara su trabajo, le dijo que llevarían a un sacerdote a bendecir la casa muy pronto. Juanito accedió. Pasaron dos días y volvimos a tener noticias de Juanito. Estaba en la sala de Urgencias de un hospital cercano. Casi se infarta. O al menos, eso dijo haber sentido.
Resultó que Juanito había terminado el trabajo de electricidad y ahora podía ponerse a pintar las paredes, y así lo hizo.Era de noche. Preparó todos sus aditamentos, abrió el bote de pintura y procedió a quitarse la camisa para usar su “camiseta de pintar”. Así que fue a la cochera, se puso la camiseta que estaba dentro del auto y regresó a la casa, solo para volver a salir corriendo, segundos después. En el tiempo que le tomó abrir su auto, ponerse la camiseta y volver a cerrarlo, la pared de 10 metros de la sala, estaba llena de brochazos. La pintura tirada en el piso y había huellas del pié de un niño pequeño que desaparecían frente a la pared. No había explicación posible para tales hechos. La casa era un búnker rodeado por bardas altísimas y chapas de seguridad. Sobra decir que tuvimos que terminar nosotros mismos el trabajo de pintar la casa, pero durante ese tiempo, no tuvimos tales sustos.
El día que nos cambiamos a la casa, por fin, los vecinos nos reciben contentos y al saludarnos, le preguntan a mi mamá:
-Y, ¿dónde dejaron al niño? Mis padres, sorprendidos, preguntan a cuál niño se refiere. La vecina, confundida, responde…
-El niño que estaba aquí todas las tardes, cuando venían a arreglar la casa. Mi hijo habló con él. Pensamos que era su hijo.
Mi mamá, al borde del llanto, pregunta por la edad del niño ese que habían visto. Siete años, responde la vecina. Enmudecimos todos.
¿Ya les dije que un hermano de mi mamá murió atropellado a los 7 años, y que fue velado en esa casa, hacía más de 30 años?
Isabelle Cigarras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario